¿Puede Europa sobrevivir a este momento?
BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS
Un nuevo-viejo fantasma se cierne sobre Europa: la guerra. El continente más violento del mundo en cuanto al número de muertes causadas por las guerras durante los últimos 100 años (para no ir más atrás e incluir las muertes sufridas por Europa durante las guerras religiosas y las muertes infligidas por los europeos a los pueblos sometidos al colonialismo) se dirige a una nueva guerra.
Casi 80 años después de la Segunda Guerra Mundial, el conflicto más violento hasta el momento, que provocó la muerte de entre 70 y 85 millones de personas, la guerra que se avecina puede ser aún más mortífera. Todos los conflictos anteriores comenzaron aparentemente sin una razón de peso y se suponía que iban a durar poco tiempo. Al comienzo de estos conflictos, la mayoría de la población acomodada seguía con su vida normal: comprando y yendo al teatro, leyendo periódicos, tomando vacaciones y disfrutando de charlas ociosas sobre política.
Siempre que surgía un conflicto violento localizado, prevalecía la creencia de que se resolvería localmente. Por ejemplo, muy pocas personas (incluidos los políticos) pensaron que la Guerra Civil Española (1936-1939), que provocó la muerte de más de 500.000 personas, sería el presagio de una guerra más amplia, la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que las condiciones sobre el terreno así lo indicaban. Aun sabiendo que la historia no se repite, es legítimo preguntarse si la actual guerra entre Rusia y Ucrania no es el presagio de una nueva guerra mucho más amplia.
Se están acumulando señales de que un peligro mayor puede estar en el horizonte. A nivel de la opinión pública y del discurso político dominante, la presencia de este peligro se manifiesta en dos síntomas contrapuestos. Por un lado, las fuerzas políticas conservadoras no solo controlan las iniciativas ideológicas, sino que también gozan de una acogida privilegiada en los medios de comunicación. Son enemigos polarizadores de la complejidad y la argumentación sosegada, que utilizan palabras extremadamente agresivas y hacen llamamientos incendiarios al odio.
A estas fuerzas políticas conservadoras no les molesta la doble moral con la que comentan los conflictos y la muerte (por ejemplo, la diferencia entre las muertes resultantes de los conflictos en Ucrania y Palestina), ni la hipocresía de apelar a valores que niegan con sus prácticas (exponen la corrupción de sus oponentes para ocultar la propia).
En esta corriente de opinión conservadora se entremezclan cada vez más posiciones de derecha y extrema derecha, y el mayor dinamismo (agresividad tolerada) proviene de esta última. Este dispositivo pretende inculcar la idea de la necesidad de eliminar al enemigo. La eliminación por las palabras conduce a una predisposición de la opinión pública hacia la eliminación por los hechos.
Si bien en una democracia no hay enemigos internos, solo adversarios, la lógica de la guerra se transpone insidiosamente para asumir la presencia de enemigos internos, cuyas voces primero deben ser silenciadas. En los parlamentos, las fuerzas conservadoras dominan la iniciativa política; mientras que las fuerzas de izquierda, desorientadas o perdidas en laberintos ideológicos o cálculos electorales incomprensibles, vuelven a una defensa tan paralizante como incomprensible. Como en la década de 1930, la apología del fascismo se hace en nombre de la democracia; la apología de la guerra se hace en nombre de la paz.
Pero este clima político-ideológico está señalado por un síntoma opuesto. Los observadores o comentaristas más atentos son conscientes del fantasma que acecha a Europa y sorprendentemente han confluido expresando sus preocupaciones al respecto. En tiempos recientes, me he identificado con análisis de comentaristas que siempre he reconocido como pertenecientes a una familia política diferente a la mía: comentaristas conservadores, de derecha moderada. Lo que tenemos en común es la distinción que hacemos entre los temas de la guerra y la paz y los temas de la democracia. Podemos divergir en lo primero y converger en lo segundo. Todos estamos de acuerdo en que solo el fortalecimiento de la democracia en Europa puede conducir a la contención del conflicto entre Rusia y Ucrania e, idealmente, conducir a su solución pacífica. Sin una democracia vigorosa, Europa seguirá caminando sonámbula hacia una nueva guerra y hacia su propia destrucción.
¿Hay tiempo para evitar la catástrofe? Me gustaría decir que sí, pero no puedo. Los signos son muy preocupantes. En primer lugar, la extrema derecha está creciendo a nivel mundial, impulsada y financiada por las mismas partes interesadas que se reúnen en Davos para ocuparse de sus asuntos. En la década de 1930, tenían mucho más miedo al comunismo que al fascismo, hoy, sin la amenaza comunista, tienen miedo de la revuelta de las masas empobrecidas y proponen la represión policial y militar violenta como única respuesta. Su voz parlamentaria es la de la extrema derecha. La guerra interna y la guerra externa son las dos caras del mismo monstruo, y la industria armamentística gana por igual con ambas guerras.
En segundo lugar, la guerra de Ucrania parece más confinada de lo que es en realidad. El flagelo actual, que asola el continente, donde hace 80 años murieron tantos miles de inocentes (en su mayoría judíos), se parece mucho a la autoflagelación. Rusia hasta los Urales es tan europea como Ucrania, y con esta guerra ilegal, además de la pérdida de vidas inocentes, muchas de las cuales serán personas de habla rusa, Rusia está destruyendo las infraestructuras que ella misma construyó bajo la antigua Unión Soviética.
La historia y las identidades étnico-culturales entre Rusia y Ucrania están mucho más entrelazadas que con otros países que una vez ocuparon Ucrania y ahora la apoyan. Tanto Ucrania como Rusia deben garantizar un mayor énfasis en sus procesos democráticos para poner fin a la guerra y asegurar la paz.
Europa es mucho más grande de lo que pueden alcanzar los ojos de Bruselas. En la sede de la Comisión Europea (o sede de la OTAN, que es lo mismo) domina la lógica de la paz según el Tratado de Versalles de 1919, y no la establecida bajo el Congreso de Viena de 1815. El primero humilló a la potencia vencida (Alemania) después de la Primera Guerra Mundial y la humillación condujo a una nueva guerra 20 años después; el segundo honró a la potencia vencida (la Francia napoleónica) y garantizó un siglo de paz en Europa.
La paz que se propone hoy es la del Tratado de Versalles. Presupone la derrota total de Rusia, tal como la imaginó Adolf Hitler cuando invadió la Unión Soviética en 1941. Incluso suponiendo que esto ocurra al nivel de una guerra convencional, es fácil predecir que si la potencia perdedora tiene armas nucleares, no dudará en usarlas. Habrá un holocausto nuclear. Los neoconservadores estadounidenses ya incluyen esta eventualidad en sus cálculos, convencidos en su ceguera de que todo ocurrirá a miles de kilómetros de sus fronteras. América primero… y última. Es muy posible que ya estén pensando en un nuevo Plan Marshall, esta vez para almacenar los desechos atómicos acumulados en las ruinas de Europa.
Sin Rusia, Europa es la mitad de sí misma, económica y culturalmente. La mayor ilusión inculcada en los europeos por la guerra de la información durante el último año es que Europa, una vez amputada de Rusia, podrá recuperar su integridad con la ayuda de Estados Unidos, que cuida muy bien de sus intereses. La historia muestra que un imperio en declive siempre trata de arrastrar sus zonas de influencia para frenar su declive. Ojalá Europa supiera cuidar de sus propios intereses.