El amargo balance de las “Primaveras Árabes”
RICARD GONZÁLEZ
Como si fuera una obra de teatro circular, las esperanzas democráticas nacidas de las llamadas “Primaveras Árabes” han terminado en el mismo lugar en el que todo comenzó: Túnez. Fue la huida apresurada del dictador tunecino Ben Alí en 2011, atemorizado por una fuerte ola de protestas, la que inspiró a los activistas de la región entera a salir a las calles para exigir a sus gobernantes más libertad, democracia y justicia social. Y ha sido también este pequeño país magrebí el último en bajar el telón de su transición democrática con la aprobación a finales de julio de una nueva Constitución con tintes autocráticos apadrinada por su omnipotente presidente, Kais Said. Esta Carta Magna entierra la aprobada en 2014 por un Parlamento elegido en las urnas.
Entre ambos actos, con unos once años y medio de diferencia, el mundo árabe se vio sacudido por revoluciones, golpes de Estado, guerras civiles y otras con una clara dimensión regional. Aunque hubo países que apenas se vieron afectados por las protestas, como Emiratos Árabes Unidos o Argelia, en la mayoría se registraron protestas populares de diversa magnitud. En cuatro países -Túnez, Egipto, Libia, y Yemen-, dictadores con una larga trayectoria a sus espaldas fueron desalojados del poder, lo que dio pie a sendos procesos de transición, en teoría, de vocación democrática. Más pronto o más tarde, todos ellos fracasaron.
En el caso de Libia, el país lleva ya más de diez años sumido en el caos, con cíclicas deflagraciones bélicas entre diversos centros de poder compuestos por instituciones y milicias. En 2011, la OTAN jugó un papel decisivo en la victoria de los rebeldes anti-Gadafi, ya que se convirtió en su fuerza aérea a pesar de que el mandato de la ONU la autorizaba solo a proteger a la población. Una vez terminado el conflicto, la OTAN se desentendió de la seguridad del país, y los sucesivos Gobiernos no han sido capaces de desarmar a las milicias. La injerencia de las potencias extranjeras y las tensiones entre islamistas y no islamistas ha convertido la estabilización del país en un rompecabezas.
Por su peso demográfico y cultural, quizás el caso de Egipto fue el que tuvo una mayor influencia en el resto de la región. En verano del 2012, casi un año y medio después de la caída de Hosni Mubarak y con el Ejército pilotando la transición, se celebraron elecciones presidenciales, en las que se impuso por estrecho margen el candidato de la Hermandad, Mohamed Morsi.
Aprovechando el malestar de amplias capas de la población con Morsi por la lentitud de los cambios y el estancamiento de la economía, el Ejército orquestó un golpe de Estado en julio de 2013 liderado por el entonces ministro de Defensa, Abdelfatá al-Sisi. La represión que se desató posteriormente fue atroz. Según las organizaciones de derechos humanos, en un solo día murieron alrededor de 1.000 personas en el brutal desalojo en la concentración pacífica de protesta en la plaza de Raba al-Adawia, y el número de presos políticos se elevó hasta al menos 40.000. Con Al-Sisi ya instalado en la presidencia del país de forma permanente -una reforma constitucional le permite renovar el cargo hasta 2030-, Egipto se ha vuelto una de las dictaduras más duras de la región.
Otros regímenes fueron capaces de sobrevivir a las pulsiones de cambio gracias a estrategias diversas. En Marruecos, el makhzen -el “Estado profundo” en torno al rey-, impulsó una reforma constitucional que dividió a la oposición, a la vez que ejercía una represión selectiva. En Bahrein, el monarca Hamed Ben Issa al Jalifa invitó a los tanques saudíes a cruzar el puente Rey Fad, que une ambos países, para sofocar las protestas de la minoría chií.
En Siria, Bachar al-Asad utilizó la represión que desembocó en una guerra de gruesos tintes sectarios. El apoyo de varias potencias -Irán y Rusia a favor del régimen- y Turquía, varios países del Golfo y EEUU a favor de los rebeldes alargó el conflicto y lo convirtió en más mortífero. Actualmente, la guerra siria ha desaparecido de los medios mayoritarios, pero el país continúa troceado entre una mayoría del territorio controlado por el régimen sirio, una franja por las milicias kurdas apoyadas por tropas de EEUU, otra por grupos yihadistas en la provincia de Idlib, y finalmente, otra por tropas turcas.
La ONU, por un lado, y la tríada Moscú-Teherán-Ankara, han lanzado conversaciones entre varios actores políticos para poner fin al conflicto. Sin embargo, los activistas que lanzaron o apoyaron la revuelta en 2011 ven estos esfuerzos con gran escepticismo. “Hablar de un proceso de paz mientras los responsables de crímenes contra la humanidad siguen en el poder es una burla a la población siria”, sostiene la activista hispano-siria Leila Nachawati.
El fracaso de las Primaveras Árabes parece actualmente indudable. Los motivos son diversos. Muchos activistas reconocen que, al haber sido la mayoría de las revueltas espontáneas, no estaban preparados y tomaron decisiones estratégicas erróneas. Además, no recibieron un apoyo suficiente de las potencias occidentales. Por ejemplo, tanto EEUU como la UE aceptaron al régimen de Al Sisi como legítimo, y apenas si aplicaron alguna sanción a pesar de su implacable represión.
Por otro lado, hace una década tanto activistas como analistas infravaloraron la fortaleza de élites tradicionales de muchos países árabes. Desde el estallido de las Primaveras Árabes, se formó un potente bloque contrarrevolucionario liderado por las petromonarquías del Golfo Pérsico. Su riqueza sirvió para financiar una constelación de medios panárabes que se han dedicado a vituperar la democracia y promover los sistemas dominados por figuras autoritarias. Y lograron convencer a algunos sectores de las sociedades que inicialmente respaldaron las reformas.
Ahora bien, a largo plazo, el éxito del proyecto autoritario no está garantizado, sobre todo en un entorno marcado a menudo por la carestía, las profundas transformaciones económicas y tecnológicas, así como los estragos del cambio climático. Los más optimistas entre los activistas aseguran que las Primaveras Árabes plantaron una semilla de libertad que el fracaso de las transiciones no ha secado. De hecho, apuntan que las protestas de 2019 en Líbano, Sudán y Argelia, que en estos dos últimos países derrocaron a Omar al-Bashir y Abdelaziz Bouteflika, respectivamente, deben ser consideradas una segunda ola de las Primaveras Árabes. En Argelia, sin embargo, la salida de Bouteflika tras las protestas ciudadanas del movimiento Hirak, no supuso un cambio en las estructuras de poder estatales, que siguen comandadas en la sombra por los militares. Le sucedió en la presidencia Abdelmadjid Tebboune, que ya había formado parte de su gobierno y ganó las elecciones de más baja participación de la historia del país (39,93%).
Los optimistas también recuerdan que procesos como la Revolución Francesa dieron sus frutos muchas décadas después de su inicio y después de sufrir numerosos traspiés. ¿Es demasiado pronto para escribir el obituario de aquellas revueltas que convulsionaron el mundo árabe?
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