¿Sabrá Europa “guiarse a sí misma”?

MILLÁN FERNÁNDEZ

En estos agitados tiempos de regreso de fantasmas y como si de una metáfora o un caprichoso eco de la Historia y de la evanescente memoria colectiva se tratase, el 26 de noviembre moría en Zvonarevka (óblast de Sarátov-Rusia) la centenaria y legendaria María Limanskaya, icónica soldado del Ejército Rojo en servicio durante los tres últimos años de la lejana (o no tanto) Segunda Guerra Mundial. La fama internacional pasada se debió a su conversión en un símbolo compartido de la victoria aliada sobre el fascismo y la Alemania nazi: ella dirigía el tráfico de la Puerta de Brandeburgo en la mañana siguiente al 2 de mayo de 1945 (fecha de la memorable y definitiva batalla de aquella contienda en Europa) en donde los jóvenes defensores hitlerianos finalmente rindieron la ciudad de Berlín a las tropas soviéticas del, entre otros, Mariscal Zhúkov, uno de los responsables de firmar las actas de capitulación de la otrora poderosa y ahora destruida y humillada Wehrmacht como garante de ejecución de tantos crímenes, incluídos los de la abominable política de exterminio. Anteriormente María participó en la cruentísima batalla de Stalingrado y en la liberación de Crimea, de Bielorrusia y de Polonia.

Ya casi nadie recuerda todo aquello en el discurso público y muchos monumentos erigidos a millones de héroes y heroínas de la gloriosa gesta corren la suerte de su destrucción o, en en el mejor de los casos, del olvido: desde Ucrania a las repúblicas bálticas en casi todo el Este europeo persiste un programa que reescribe en renglones torcidos otra Historia sobre la (falta de) buena memoria. Sin duda esto se debe, en buena medida, a los excesos y derrota finisecular del “socialismo real” pero también a una posición irreflexiva y conscientemente orientada en el ámbito de una UE que juzgamos ensimismada, notablemente derechizada y tendenciosamente revisionista. Su dirigencia en Bruselas parece, además, muy implicada actualmente en la propuesta de extender “la libertad” y “la democracia” a cañonazos, y mediante otros métodos, por medio mundo.

En 1945 el 57% de los franceses creían que la URSS había sido quién más contribuyó a la derrota del nazismo, frente a un 20% y 12% de los EEUU y Reino Unido respectivamente. En 2015 tan sólo un 23% atribuía ese mérito a los pueblos soviéticos (que sacrificaron más de 20 millones de ciudadanos) frente al 54% que pensaba que era obra de los norteamericanos, dueños y señores de la “producción de relato” en las últimas décadas. El papel de Hollywood y de los consorcios comunicativos y digitales en la cultura de masas hacen lo suyo. Suponemos aquí, como hipótesis, que en la altura final del año 2024 y después de una multidimensional campaña de rusofobia (Glenn Diesen, 2023) inserta en el marco de una guerra cognitiva intensamente desatada desde 2022 estas cifras serán todavía más insospechadas. En tal caso, aquel capítulo fue a la vez horrendo y una sucesión de genocidios en donde el propio presidente de los EEUU de la época (Harry Truman) dejó más cadáveres en su haber que el mismísimo Hitler o los atribuidos a Stalin, sin olvidar lo acontecido en países asiáticos y especialmente con el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Incluso en el Japón de hoy existe una corriente que sostiene veraz que aquello fue un ataque soviético o, como mínimo, trata de esconder su autoría real. Que importante es no olvidar. Y más lo sería todavía no intentar reescribr el pasado con fines políticos del presente. O del futuro?

Un multi-conflicto en el corazón del continente

Como si nos encontrásemos enfrente a una matrioska el lector ya sabrá sobradamente que el conflicto ucraniano presenta múltiples capas o niveles de controversia arrastrados al menos desde la crisis del sistema de relaciones internacionales heredado del mundo bipolar de la Guerra Fría y la consiguiente política de bloques. Desde el año 2008 y más tarde, con la pandemia vírica de 2020, se habían ido catalizando procesos y quiebras geopolíticas gestadas anteriormente que avanzaban ya la realidad de un “mundo emergente” pidiendo paso y exigiendo compartir el protagonismo del siglo XXI. También se manifestaban algunos síntomas de agotamiento del hegemonismo agresivo estadounidense desatado desde 2001 con la ejecución de los planes neocon del “Project for the New American Century”, concebidos bajo la batuta intelectual de prebostes como Paul Wolfowitz, Donald Rumsfeld, Dick Cheney, George y Jeb Bush o Francis Fukuyama entre otros. Fue el general estadounidense Wesley Clark quien reconoció abiertamente en una entrevista que, a raíz del 11-S, se habían propuesto tomar hasta siete países árabes: Irak, Líbano, Siria, Libia, Somalia, Sudán y finalmente Irán.

Al margen de esto, no habría que remontarse al siglo XIX y a los infructuosos intentos de Napoleón o a la Primera Guerra Mundial y el rápido asedio occidental contra el surgido poder bolchevique, ni a la propia Segunda Guerra Mundial con su proyecto supremacista nazi para con los untersmensch eslavos, para concluír que resulta poco novedosa la anhelada idea de dividir y someter a la potencia euro-asiática (fuese cual fuese su sistema sociopolítico) que por idiosincrasia, características espaciales y mentalidad dominante tiende historicamente al fortalecimiento del poder y a un notable cesarismo: zares del Imperio Ruso, estalinismo o la nueva y restablecida Federación de Rusia (Rafael Poch, 2018) con el carismático liderazgo del siloviki Vladimir Putin (2001-actualidad) dan buena cuenta. No acostumbra el pueblo ruso, por cultura política y tradición, premiar ni dar continuidad a “líderes débiles” como Gorbachov o Boris Yeltsin quienes, en su tiempo y circunstancias, pasaron como ejemplos (en Rusia) de lo que no debía representar nunca un líder suyo. Hoy Putin goza de excelente popularidad allí, y no menor en otras partes del mundo.

No han demostrado tampoco un renovado interés por incorporar modos de la filosofía política liberal o por copiar miméticamente el “modelo democrático” predominante en Reino Unido, EEUU o Europa Occidental. Sobre todo este asunto y sus profundas implicaciones socio-antropológicas transnacionales ha reflexionado extensamente el sociólogo francés Emmanuel Todd en “La derrota de Occidente” (2024): evidentes diferencias de proyectos civilizatorios, cosmovisiones y sistemas político-económicos se manifiestan. Algunos intentan preservar con altos costes un cierto poso humanista y otros parecen haberse despojado de el en su relación con el otro. En algunos prima el poder económico de ambición global sobre el Estado, proyectado en un futurismo hiper-tecnológico, y en otros se articulan “sistemas mixtos” en donde aquel todavía se encuentra limitado por este, entre otras interpretaciones acerca de conceptos como soberanía, libertad o el papel individual en la colectividad; acerca de la presencia menor o mayor del hecho religioso o sagrado y de la consideración social hacia los ancianos o la infancia. Pero también, por supuesto, acerca de dispares concepciones sobre libertades sexuales, “vientres de alquiler” o sentido patriótico.

Pues bien, fue Vladimir Putin el que al menos desde el año 2007 insistía y alertaba a sus homólogos y colegas occidentales del peligro que entrañaba la expansión contínua de la OTAN hacia el Este. No era el único, también se hacía desde Occidente. Esto mismo reconocía publicamente la ex-canciller Angela Merkel, así como también en su día François Hollande o Gerard Schröeder. Nadie puede atestiguar que las diplomacias europeas no estaban al tanto y sobre aviso, puesto que además existen pruebas audiovisuales que lo acreditan. Pocos podrían evitar reconocer también que, al menos desde la llegada al poder del propio Putin y del parejo ciclo de guerras de agresión impulsadas por los EEUU, la autonomía política de los estados de la UE fuese progresivamente desdibujándose hasta su comatoso estado actual. Quizás aquel sonado discurso de Dominique de Villepin en el Consejo de Seguridad de la ONU, mostrando la oposición frontal francesa a la invasión de Irak (2003), fuese el último gran gesto de dignidad discordante con los “aliados” americanos. Las revelaciones del ex-agente de la CIA Edward Snowden evidenciaron el control y maquinaciones de la inteligencia estadounidense sobre gobiernos y estructuras políticas del Viejo Continente.

La más pequeña matrioska nos hablaría del conflicto local arrastrado y latente desde la independencia nacional ucraniana con la desintegración de la Unión Soviética que, como una herida en el alma de los pueblos integrantes de aquel naciente Estado plural en lo étnico, lo lingüístico y en cuanto a lealtades nacionales y memoria/s, atravesó la vida civil y política hasta bien entrado el siglo XXI con la desestabilización interna a caballo de la “Revolución Naranja” y su estallido definitivo vehiculizado a través del ultranacionalista y rusófobo “EuroMaidán” de 2014, que fue promovido y alentado por Washington y la UE. Para ilustrar lo que Ucrania representaba hasta entonces en el imaginario común basta recordar que líderes políticos ucranianos dirigieron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas durante más de la mitad del período (Jruschov, Brezhnev, Chernenko o el propio Gorbachov por rama materna), lo cual indica el peso emocional y simbólico que Rusia tuvo y todavía tiene para millones de ucranianos y viceversa, además de intensos lazos de todo tipo. Presuponemos que el lector conoce ya bien a estas alturas el significado y alcance del proceso de degradación generalizada del “régimen híbrido” (antidemocrático) ucraniano y la aparición de la guerra interna a una menor escala en la rica región “separatista” del Donbass, además del consiguiente regreso de la península de Crimea a la Madre Patria con apoyo casi unánime de su población.

No abundaremos en este artículo en las consecuencias desde entonces: en la aparición y fomento oficial de multiplicidad de grupos armados de ideología extremista neonazi con probadas acciones de violencia organizada e hibridada en unas sobredimensionadas Fuerzas Armadas, en la militarización e ideologización anti-rusa, en las llamadas “leyes de descomunización” e ilegalización de medios de comunicación y gran parte de partidos políticos de izquierda o federalistas, en la presión legal sobre minorías rusófonas (y otras), en el adoctrinamiento escolar o en la coyuntura antipolítica que da lugar a la llegada al poder de Kiev del “Salvador del Pueblo” Volodímir Zelensky y lo que implicó en lo referido a compromisos internacionales multilaterales y reformas institucionales y económicas puestas en marcha. También sus consecuencias en lo demográfico, que ya desde entonces expulsó millones de ciudadanos hacia Rusia y hacia estados occidentales. Puede hacerse acopio de jugosa información, por ejemplo, en algunas publicaciones recomendables como “La pugna por el nuevo orden internacional” o “Ucrania: el camino hacia la guerra” del colectivo de analistas internacionales españoles Descifrando la Guerra.

Todo aquel proceso de fascistización queda muy bien estudiado y reflejado en la obra “The Maidan Massacre in Ukraine” (2024) del politólogo Ivan Katchanoski o, si se prefiere, puede abordarse someramente acudiendo al documentalista y cineasta Oliver Stone “Ucrania en llamas” (2016). Podría considerarse a mayor abundancia, entre otros, el trabajo investigador del catedrático contemporaneísta Francisco Veiga “Ucrania 22: la guerra programada” (2022) o la reciente publicación del periodista portugués Bruno Carvalho “A guerra á Leste” (2024), cuya presencia física en reiteradas ocasiones en la zona más caliente del conflicto antes y después de su rotunda conflagración con la intervención rusa a gran escala a través de la denominada Operación Militar Especial, aporta una visión caleidoscópica y alejada de la excesivamente partidista representación dibujada en los grandes medios de comunicación corporativos. Aunque apenas se esconde ya una constatación que tan sólo hace dos años y medio sería considerada “herética”: el carácter de guerra proxy o por delegación haciendo uso de los ucranianos para una confrontación de alcance mayor en el que fundamentalmente mueren y se matan “hermanos” ruso-ucranianos con el fin de desgastar a la superpotencia rival, como reconoció muy recientemente el ex PM británico Boris Johnson, uno de los principales artífices del fracaso de las negociaciones de Estambul en 2022 que bien podrían haber desescalado el conflicto y ahorrado millares de muertos. Hoy la mayoría de los ucranianos (52%) creen que debe dialogarse para un final negociado de la guerra cuando hace casi tres años eran amplia mayoría (72%) los favorables a la misma, según lo publicado por la empresa de estudios demoscópicos norteamericana Gallup. La popularidad de Zelensky se desploma.

Ingentes toneladas de dinero y armas occidentales (al principio sólo “defensivas”) fluyeron al que era considerado, antes de la fase álgida de este conflicto, el país con uno de los índices de corrupción más altos de Europa. Negocios e intereses directos de la “élite demócrata” en Kiev también sobrevuelan un mandato de Biden que ha sido de los más belicistas y favorables al complejo militar-industrial que se recuerdan. Ese poder fáctico sobre el que alertaba poco antes de fallecer el general y presidente Dwight D. Eisenhower. De los más imbuídos en el mesianismo y en la tradición más arraigada del idealismo wilsoniano como doctrina “evangelizadora” y “excepcionalista”.

Una matrioska “intermedia” apuntaría al espacio de controversia de alcance continental habida cuenta de que una crucial parte de la Federación (el 25%) pertenece al ámbito geográfico europeo, en donde vive la mayoría de su población. En realidad, esa parte de Rusia constituye el 40% del territorio europeo y aporta el 15% de población al mismo. Sus capitales históricas siempre han estado fijadas en Europa y sus lazos afectivos, culturales, económicos y políticos no han podido desarraigarse del todo de influencias recíprocas con lo francés, lo alemán o el extenso espacio eslavo. La presencia de rusos es apreciable en estados como Moldavia, Polonia, Estonia, Lituania o Letonia y al revés. La participación de Rusia en el devenir continental fue determinante en muchas ocasiones y, aunque en ella convivan más de 160 nacionalidades, un centenar de lenguas y se profesen varias religiones la fe predominante es la cristiana-ortodoxa. Algo roto también en Ucrania mediante un cisma eclesiástico que complejiza el conflicto. Es de hecho impensable y materialmente imposible desentenderse de todo este bagaje compartido pero resulta, además, que la seguridad común depende vitalmente de un razonable entendimiento dado el carácter nuclear de potencias en liza: Francia, Gran Bretaña o Rusia, más allá de las armas americanas en suelo alemán. Lo mismo venía pasando en el campo energético en una ecuación en la que estados centrales europeos, y estando ya bastante a la vista hoy, tenían y tienen mucho más que perder de lo que ganar.

Echando mano de un trazo grueso conviene clarificar que el choque entre Rusia y un “Occidente” capitaneado por los EEUU bajo el supuesto “manto protector” de la OTAN es resultado premeditado de una concatenación de decisiones metodicamente tomadas en materia de seguridad estratégica bajo distintas administraciones estadounidenses desde el colapso de la URSS y en el que la “geopolítica del gas” tiene un papel ciertamente notable, aunque no exclusivo. La voladura en 2022 de infraestructura crítica germano-rusa en el Mar Báltico y sus consecuencias geoeconómicas (fin de la Ostpolitik) ha sido suficientemente elocuente, teniendo repercusiones en otros puntos: el “caos constructivo” (Doctrina Carter, 1980) que vemos aplicarse radicalmente ahora en Oriente Medio va relacionado.

La última y más grande matrioska remite al conflicto de alcance global y de visiones ideológicas y geopolíticas que desconciertan, por “alejadas”, a la mayoría de la población. Lo cual dá pábulo a toda una serie de interpretaciones (especialmente en la UE) de distinto signo. Algunas de ellas, delirantes. Es así como se tratan de buscar respuestas fáciles a fenómenos y procesos complejos y de larga duración: para unos Putin sería algo así como un criptofascista; para otros un insaciable imperialista y para muchos otros un criptocomunista que pretende restaurar la URSS y más allá. Quizás sería mucho peor, al atribuírsele lo peor de las tres opciones debido al militarismo y nacionalismo de la potencia resurgida, su tradicionalismo y conservadurismo, un pasado en la KGB o por su activo rol al tejer y establecer alianzas militares, políticas y comerciales en todos los continentes. Desconcierta además en Occidente una diplomacia extremadamente racional. El liderazgo de Moscú en el intento de edificación de una arquitectura financiera alternativa a la dominada por Washington tampoco ayuda: quizás por ello desde la OTAN se insiste en la narrativa del “peligro imperialista” ruso y hasta Donald Trump amenaza ahora con disciplina arancelaria del 100% a aquellos países que abandonen la conocida por muchos “dictadura del dólar”. El mejor representante del imperialismo califica como “imperialistas” a los rivales sistémicos.

Lo anterior esconde una confusión generalizada producto de varias décadas de desentendimiento y dejadez acerca de la orientación o papel que debería ejercer la UE en un escenario que ya había mutado casi desde comienzos de milenio con el auge creciente de la República Popular China, los procesos políticos del ciclo progresista latinoamericano, la conflictividad en estados subsaharianos o la aparición de nuevos actores internacionales que habían ido configurando una interpretación y modelos de entendimiento alternativo al dominante, capitaneado por el G-7 y contemplado (sin adaptación) por unas disfuncionales instituciones mediadas por la desfasada lógica del mundo unipolar de los 35 últimos años: un “mundo basado en reglas”, que no en normas de derecho internacional público. Y que no era sino un espejismo ante la realidad de otras potencias cada vez más desarrolladas y, en buena lógica, asertivas. Son varios los países y potencias regionales que advierten de la necesidad de adecuación de estas estructuras a las nuevas realidades cambiantes, como por ejemplo el Brasil de Lula da Silva. Y son ya algunas las propuestas que vienen vertiéndose desde el academicismo, como la del profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales nicaragüense Augusto Zamora en “Multipolaridad y descolonización de Naciones Unidas” (2024)

La aparición de actores como la Organización de Cooperación de Shangai o la paulatina ampliación e influencia de los BRICS+ establece, de facto, una realidad con varios centros de poder y en tránsito geoeconómico y geopolítico hacia Asia. Si queremos entender bien la nueva realidad (especialmente en lo referido al despegue de los tigres asiáticos o al espectacular desarrollo de China) tenemos mucho y bueno publicado por dos especialistas gallegos en la materia como son Xulio Ríos o Javier García en “China, amenaza o esperanza” (2022). El derecho de otros pueblos no-occidentales al desarrollo, la preocupación por las alteraciones climáticas aceleradas por la acción humana en el actual sistema socioeconómico, la crisis del modelo democrático-liberal producto de la emancipación de las oligarquías o la quiebra de convenciones elementales sobre el derecho humanitario y la impunidad manifiesta de un Israel desbocado y protegido por la mayoría de estados occidentales empujan al mundo a un desorden en donde el derecho internacional sólo es observado a conveniencia y exclusivamente si beneficia a un reducido grupo de potencias lideradas por EEUU y “aliados” (o vasallos). Esto indicaría más que un rearme de fuerza moral o de legitimidad, una demostración palpable de pérdida de confianza y de la credibilidad de “los valores occidentales” (¿que son estos exactamente?) que antecede al comienzo del fin de una centenaria era de dominio colonial y neocolonial y atisbaría un lento o abrupto proceso de “decadencia”. Vemos algunas muestras de ella en el auge de los populismos neofascistas, en el desnorte y contradicciones de las “izquierdas” (pro-imperialistas) ante distintos conflictos mundiales, en los discursos de odio e irracionalidad, en la desconfianza de amplios sectores populares en la ciencia y la educación o en el desmontaje del welfare state; pero también, por ejemplo, en modelos de consumo y entretenimiento o al manifestarse claros síntomas de “selección inversa” de élites políticas. En la UE incluso se llega al extremo de anular el resultado de elecciones si los resultados no satisfacen la estrategia atlantista, como en el reciente caso de Rumanía. Injerencia rusa, se dice. Como si no existiesen el QatarGate, el MoroccoGate o el discurso del hegemón no tuviese suficiente presencia en prensa, radio, televisiones o en las redes sociales y su trucado algoritmo.

Momentum Oreshnik: ¿”jaque mate”, “crisis de los misiles”, negociaciones o camino a una guerra mayor?

En la madrugada del 21 de noviembre un brutal impacto retumbó la ciudad ucraniana de Dnipró-Dnipropetrovsk: las Fuerzas Aeroespaciales de la Federación de Rusia habían lanzado desde Astracán un misil balístico hipersónico de alcance intermedio y destruído con el una fábrica de proyectiles del complejo militar-industrial de Ucrania. Este sistema (del cual se ignoraba hasta la fecha su existencia en Occidente) posee un alcance estimado de 3.000 a 5.500 km y es capaz de alcanzar una velocidad máxima de Mach 10. Solamente con la energía cinética desprendida, su capacidad destructiva es inconmensurable. Especialmente diseñado para alcanzar objetivos subterráneaos o búnkeres, podría transportar explosivos convencionales o nucleares estando equipado con un sistema de ojivas múltiples que pueden dirigirse individualmente y que, además, disponen de hasta seis submuniciones cada una. El “Avellano” es un arma estratégica usada por primera vez en conflicto aquel día y, al parecer, la OTAN no dispone de contramedidas capaces de detenerlo. Rusia anunció que comenzaría a producirlo en serie.

Este hecho implica un cambio significativo en el teatro de operaciones del Este europeo y responde a la “autorización” oficial de uso de misiles ATACMS estadounidenses, Scalp franceses y Storm Shadow británicos manejados por técnicos-militares occidentales para atacar en profundidad a la Federación usando como “plataforma de lanzamiento” Ucrania, convertida de facto en un gran almacén de armas en el corazón de Europa y en un campo de entrenamiento del que salen recursos técnicos y humanos para intervenir tanto en el conflicto medio-oriental (Siria) como en los estados sub-saharianos del Sahel que han decidido desprenderse de la tutela militar francesa (Mali, Níger, Burkina-Faso…). El alto mando ruso advierte sobre la posibilidad de usar Oreshnik fuera de Ucrania contra aquellos que faciliten la llegada de armamento pesado para impactar en su país, junto a una revisión de la doctrina nuclear. Y esto implicaría un cambio en la naturaleza y peligrosidad del conflicto aunque luego de más de 300.000 millones de dólares invertidos la derrota de la OTAN sobre el terreno parece ya irreversible.

Toda esta madeja se substancia en el contexto de las semanas finales de administración del derrotado Joe Biden, que ha “pisado el acelerador” de Venezuela (reconociendo al candidato ultraderechista Edmundo González como vencedor de las elecciones), de Georgia (promoviendo una revuelta de color, algo que nos retrotrae al EuroMaidán ucraniano), pasando por la patente defensa de intereses directos en Asia-Pacífico (Filipinas, Taiwán, Japón, Corea del Sur…), lo que ha tensionado distintas regiones del planeta y puesto en alerta a la mayoría de cancillerías y ejércitos del mundo. La llegada al poder de Trump abraza, según algunas hipótesis, perspectivas de un “intercambio de cromos” Siria-Ucrania en donde incluso se habría filtrado un oficioso Plan Kellogg (en referencia a un asesor trumpista) consistente en la “congelación del conflicto” si el diálogo prospera en meses venideros. Está por ver que ese “trato” sea aceptable en los centros decisiorios rusos. Y estarían por ver también sus consecuencias en el orden europeo y mundial. El politólogo neoconservador estadounidese Robert Kagan (cónyuge de Victoria Nuland: “fuck UE!”) sostiene la tesis de los “dos Occidentes”: uno “fuerte” y otro “débil”, pues el papel reservado al segundo está al servicio de los intereses del primero. Sobra aclarar quién es quién. El “orden liberal internacional” sólo podrá sostenerse bajo esta premisa desde el punto de vista americano: en resumen, Europa Occidental en su conjunto debe asumir buena parte de los costes y su rol de patio trasero o el precio podría ser altísimo. Pero lo contrario, también.

Buena parte de aquel Rimland conceptualizado por el profesor John Spykman (1893-1943) se encuentra ahora en ebullición. Y como “la geografía determina el destino” Europa Occidental no puede, aunque quisiera, abstraerse a este. Esto plantea el problema y la incógnita de si la aparición en escena de Oreshnik representa una suerte de “jaque mate” en el teatro del Este (a riesgo de que tales artilugios puedan dirigirse hipotéticamente en pocos minutos contra objetivos de la OTAN en Europa) o nos proyecta a una peligrosa escalada que desemboque en un escenario de tensión parejo al de la “crisis de los misiles” de 1962 con la posibilidad de arbitrar concesiones recíprocas como solución sin arriesgarse a lo peor. Otra posibilidad sería la de emprender el camino sin retorno a una guerra convencional de mayor alcance, extensión y poder destructivo y con más actores involucrados directamente. Pero con el desinterés de Washington, centrado ahora en otros objetivos.

¿Y después, que? Europa: dilemas hoy y en el futuro

Sin una voz propia y coherente, enfrentada a Rusia y buena parte del Sur Global en lo político y energético (y a riesgo de hacerlo en algún momento directamente en lo militar), bendiciendo la estrategia salvaje y supremacista de Netanyahu desde octubre de 2023 (lo que nos remite de nuevo a la Puerta de Brandeburgo, ahora engalanada recurrentemente con la bandera de Israel) y celebrando, sin muchas reservas, la llegada al poder en Siria de una versión postmodernizada de Al Qaeda que promete aplicar la sharia con inaudita connivencia general; con la amenaza de que Trump finalmente se desentienda del “paraguas” que teoricamente aporta la OTAN (o lo use como elemento de coerción como se ve respecto a Canadá y Groenlandia) y en el contexto de auge de movimientos populistas de derecha…¿cual será su evolución en el medio y largo plazo? La diplomacia comunitaria en los últimos años ha tenido errores de bulto (el jardín y la jungla o las flechas y los arqueros han sido algunas de las desafortunadas metáforas empleadas por el lenguaraz español Josep Borrell, que demostraron un alto nivel de eurocentrismo y mentalidad neo-colonialista) y no apunta, en este momento, que vaya a corregirse el sendero. Cuando escuchamos a estos “representantes” no podemos dejar de pensar en la obra del historiador Christopher Clark “Sonámbulos. Cómo Europa fué a la guerra en 1914”, en donde el autor narra de forma original y en base a una ingente cantidad de fuentes la cadena de decisiones que desembocaron en aquella terrible contienda mundial.

Si la UE ha renunciado a una diplomacia activa por la Paz y se ha sometido acríticamente a los EEUU; si ha promovido descaradamente revueltas e injerencias en el Cáucaso o desconocido resultados que van desde Rumanía (UE) a Venezuela o si, en definitiva, unicamente aspira a imponer una visión y “modelo democrático” poco democrático ¿qué queda de su espíritu y valores fundacionales? ¿Tiene sentido tratar de ampliarla a través de guerras, desestabilizaciones y promoción de golpes de Estado? ¿O tan sólo se ha convertido, en buena medida, en la máscara tecnocrática de un proyecto estratégico diseñado a miles de kilómetros para expandir la influencia norteamericana en el mundo? Si prioriza las políticas de seguridad y militaristas sobre el Estado de Bienestar (como ha anunciado el nuevo Secretario General de la OTAN Mark Rutte) y mantiene su actitud belicista, confundiendo una voz fuerte y firme con una actitud sumisa respecto a EEUU (e inamistosa e intolerante respecto a otros) haciendo un uso cínico e hipócrita de los “valores universales”, su auctoritas se verá reducida progresivamente. Y tampoco abundan fuentes de energía a precios asequibles.

Las convulsiones internas de los dos actores centrales (Francia y Alemania) y el interés por hacer de la ambiciosa Polonia un tercer nodo de poder político y militar anuncian la posibilidad de tiempos complicados para el conjunto. Buena parte de los gobiernos que han presentado a Rusia tal grado de confrontación han tenido o están teniendo notables problemas, que se entremezclan además con el descontento e incomodidad que produce en muchos sectores sociales la cobertura oficial a la limpieza étnica palestina: en Francia o Alemania los gobiernos se comportan severamente con los manifestantes que se oponen a los crímenes del colonialismo israelí y, sin embargo, toleran otras de apoyo más o menos explícito al nuevo gobierno fundamentalista sirio. Sin la necesidad de que Rusia hubiese violado ni un sólo centímetro de la UE ésta pasó a ser “el mayor enemigo”; ahora que Trump amenaza la soberanía de un estado miembro como Dinamarca, asienten en mayor o menor grado. Paradójico y llamativo.

El “desgajado” Reino Unido, preeminente sujeto atlantista, ha conocido ya tres gabinetes desde marzo de 2022 pero casi siempre a lo largo de la Historia ha ganado en el juego de unas potencias continentales debilitadas o incluso enfrentadas entre si: en este sentido, el auge ultranacionalista (Le Pen, Orbán, AfD, VOX…), espoleado por el conflicto del Este, es por tanto otro serio nubarrón en el horizonte para la estabilidad social y política puesto que podría ser foco de competencia intracomunitaria. Diría que son pocas las certezas y demasiadas las amenazas que se ciernen sobre el futuro de sus economías, sobre el modelo social o sobre la relación de los Estados con la UE y de estos entre si. Como abordará la relación con una nueva administración estadounidense que no esconde sus intenciones? En mi opinión, y en la de muchos, asalta ahora una duda: ¿sabrá Europa guiarse a si misma?; pero, y creo que todavía más importante atendiendo a la Historia y algunos ecos de ella en nuestro presente: ¿podrá Europa fiarse de si misma?

Millán Fernández es politólogo especializado en comunicación política y formado también en Derecho e Historia Contemporánea. Colabora habitualmente en medios gallegos y del estado español.

MILLÁN FERNÁNDEZ