«Soy hijo de un genocida», historias de la desobediencia argentina
CECILIA VALDEZ
En mayo de 2016, el relato de la hija del genocida Miguel Osvaldo Etchecolatz, una pieza central en la maquinaria de terror de la dictadura, sacudió fuertemente la memoria de la sociedad argentina. Cuando ya parecía que pocas cosas podían causar gran sorpresa en el camino de Memoria, Verdad y Justicia, Mariana Dopazo habló y demostró que siempre existe la posibilidad de ir un paso más allá. Mariana habló entonces del repudio a su padre genocida, que se materializó, incluso, en un cambio de apellido. El relato de Mariana fue el puntapié inicial para que otros hijos se sintieran llamados para hacer algo con esa pesada herencia, y generó el encuentro y la organización de lo que se dio en llamar Historias Desobedientes.
“Soy abogado, y soy hijo de un genocida”, que “ha podido aproximarse a tomar conciencia del horror del exterminio llevado a cabo por estos criminales de lesa humanidad”. Hace algunos días, Pablo Verna, el hijo de un genocida de la última dictadura militar argentina, declaró por primera vez en un juicio de lesa humanidad. Verna es abogado y forma parte de un equipo letrado de derechos humanos. Su padre, Julio Verna, médico militar, le contó que anestesió víctimas de los llamados vuelos de la muerte, pero la ley le impide denunciarlo.
Mariana y Rita Vagliati optaron por cambiarse el apellido. Mariana es hija de Etchecolatz, y Rita es hija de Valentín Milton Pretti, que, al igual que Etchecolatz, ostentaba el título de comisario. “Estos dos casos de cambio de apellido provocan un fuerte impacto jurídico en el sentido de que apelan a la ley para quitarse el apellido de sus progenitores genocidas. Esto es interesante porque obliga al Estado, y a sus estructuras administrativas, a escribir sentencias que hagan lugar a este pedido, y allí los jueces tienen que argumentar las razones por las cuales acceden al pedido. Y las razones que adujeron estas hijas fue justamente que sus padres habían sido genocidas”, explica Fabiana Rousseaux, psicoanalista especializada en la atención a víctimas de violaciones en derechos humanos,
Cuentan que en la primera reunión de Historias Desobedientes fueron 6, y que se hizo el mismo mes que la manifestación del 2×1 -cuando en el año 2017 un fallo de la Corte Suprema habilitó la reducción de penas para los condenados por delitos de lesa humanidad-, pero ya para la segunda, un mes después, eran 30 y, paradójicamente, tuvo lugar el mismo día en que en Argentina se festeja el día del padre.
Al principio se debatían sí presentarse como hijos de represores o hijos de genocidas, aunque finalmente optaron por Historias Desobedientes, y decidieron que el término que mejor los definía era hijos de genocidas puesto que “represores también hay ahora”. Este nombre lo tomaron de una página de Facebook en la que por entonces Analía Kalinec había empezado a subir material autobiográfico con la intención de convocar a otros hijos para que contaran sus propias historias. Con el devenir del tiempo, también dejaron de decir que son hijos, dado que empezaron a participar familiares con distinto grado de filiación; incluso hay casos en los que los hijos se han hecho cargo de la historia genocida de sus padres, debido a la presión que ejercen los nietos sobre ellos.
Doctor K.
Analía es hija de Eduardo Emilio Kalinec, más conocido como Doctor K, un policía que participó activamente de la dictadura en el circuito de centros clandestinos conocido como ABO: Atlético-Banco-Olimpo, y que hoy se encuentra detenido con cadena perpetua. Pero Analía recién tuvo noticia de esta historia cuando empezó la universidad y comenzó a escuchar algunas cosas, y más aún, cuando a su padre lo metieron preso y ella misma empezó a indagar un poco más en su propia historia.
“Yo soy de una típica familia de clase media y siempre había vivido sin mayores sobresaltos. Cuando en el 2005, recibí la noticia de que mi papá estaba preso, eso me cambió la vida para siempre”, cuenta Analía. “Lo iba a visitar a la cárcel, pero pensaba que era un error. De todas formas, había empezado la universidad y estaba rompiendo el cascarón.” Por entonces, Analía tenía una vaga visión de la dictadura, sentía empatía con la lucha de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, pero también seguía sintiendo que era algo ajeno a su historia.
“En mi familia no se hablaba nada. Cuando metieron preso a mí viejo, lo íbamos a visitar, pero no tocábamos el tema. Él lo único que nos dijo fue que era un error, y que los zurdos revanchistas que estaban en el gobierno, provocaban todo eso. Yo me lo creí, pero iban pasando los años y esa versión se diluía”, reflexiona. En el año 2008, elevan la causa a juicio oral, el caso empieza a tomar notoriedad pública y Analía ya no pudo sostener su vida social como hasta entonces. “Tuve un episodio con una compañera de trabajo que me vino a cuestionar, porque ella tenía a su padre desaparecido que había estado en un centro clandestino donde había estado mi viejo; y no era algo de otra época, me estaba pasando ahí”.
Fue entonces que decidió tomar posición, leyó la causa y se convenció de que su padre le mentía. Su familia no la acompañó, ni la acompaña, y después de la muerte de su madre, también perdió contacto con sus tres hermanas.
“Mi madre nunca habló, fue incondicional a mí padre, y se enfermó de odio. La última vez que visité a mi padre en la cárcel, le pregunté sobre cosas que había leído en la causa, y sobre las que sabía que mentía. Esa vez le pedí algunas explicaciones, y él ya me dijo que se trataba de una guerra, que eran subversivos que ponían bombas y no sé cuántas cosas más. Era la primera vez que lo escuchaba hablar en esos términos, justificando y reivindicando todo lo que había hecho. Me lo confirmó, y la duda que yo abrazaba se me terminó de ir. Después de eso no lo fui a ver nunca más”.
Historias Desobedientes
La primera aparición pública del colectivo Historias Desobedientes fue en la primera marcha del «Ni una menos» en junio de 2017. “Eso tuvo mucha repercusión pública e hizo que cerca de 90 personas se acercarán en el término de un año con historias similares”, sostiene Laura Delgadillo. Laura supo que su padre policía había tenido algún tipo de participación en la dictadura porque una compañera le contó que lo había visto en su operativo de secuestro y que él la había dejado ir. Ahí empezó a atar cabos y a tirar de los hilos de la memoria. Le llamaba la atención que su padre nunca usó uniforme, y supo por su hermana mayor que él se encargaba, entre otras cosas, de hacer el cruce de información con las agendas y los cuadernos que traían de los allanamientos.
Laura, a diferencia de Mariana, no necesitó hacer el cambio de apellido, pero al igual que Analía es la única de su familia que se hace eco del tema. Por lo demás, Laura tiene una tía desaparecida, que era matrona -hermana de su padre-, y hace distinciones respecto a las historias y las decisiones personales.
“No todos nos cambiamos el apellido. Primero, porque tengo familiares con ese apellido que no tienen nada que ver con lo que hizo mi padre, así que ese apellido me lo voy a apropiar y lo voy a resignificar; y segundo, porque en el caso de mi viejo no se trata de un personaje público, como en el caso de Etchecolatz u otros genocidas”. El padre de Laura no estuvo preso porque no hubo testimonios ni pruebas en su contra.
Pablo Verna
Durante muchos años, y de forma progresiva, Pablo fue teniendo -por cosas que escuchaba de su familia de origen-, cada vez más sospechas, y luego presunciones casi irrefutables, de que su padre, el médico militar, Julio Verna, había participado del genocidio. Ya en 2013, por un conflicto entre su madre y su padre, está le contó a una de sus hermanas los crímenes cometidos por su padre durante la dictadura, es decir, que había participado de secuestros e inyectado a las víctimas de los vuelos de la muerte, que luego eran tiradas vivas desde aviones al mar o al río.
“Eso me lo cuenta mi hermana, después yo me reúno con mi padre, y él lo admite. La charla que tuvimos entonces fue en un bar, muy tensa, y duró unas tres horas y media. Él empezó negando todo, luego me dijo que si quería me quedara con la versión de mi madre, y finalmente admitió todo y me empezó a dar detalles.” Por esa misma época, Verna (padre) también le confesó a una de las hermanas de Pablo que había participado del asesinato de cuatro personas que metieron en un coche y arrojaron a un rio, para simular un accidente. “Como esas personas estaban anestesiadas, pero vivas, la idea era que en las autopsias figurara que se ahogaron al introducirse agua en sus pulmones”.
Después de confirmar el accionar de su padre como parte del aparato represivo de la dictadura, Pablo se reunió con el abogado especializado en derechos humanos, Pablo Llonto, y juntos presentaron una denuncia en la Secretaría de Derechos Humanos, que fue remitida al Juzgado Federal N° 2 de San Martín a cargo de la doctora Alicia Vence. Si bien la denuncia fue agregada a la causa de instrucción, Julio Verna nunca fue citado a prestar declaración indagatoria, ni mucho menos procesado.
“Para mí fue muy importante su confesión porque yo venía asumiendo que mi padre un día se iba a morir, y no iba a decir más de lo que ya había dicho, y estaba más que incómodo con eso”, recuerda Pablo. Pero en algún momento, hacia el año 2008, o 2009, la situación paso de incomodarlo a preocuparlo: “Empecé a entender la criminalidad de su participación en el genocidio, y ahí fue que busqué esa charla. Necesitaba saber cuáles eran los hechos en los cuales había participado, y qué era exactamente lo que había hecho.
Ya en 2009, cuando me había quedado clara su participación, recuerdo que, ante mis continuas preguntas, él me llamó un día muy irritado y me dijo: “¿Vos por qué andas haciendo tantas preguntas? No me preguntes más nada, porque yo no te voy a dar ni fecha ni lugares, ni datos de nada ni de nadie, ni aunque me torturen o me maten.” Frente a eso, a Pablo ya no le quedaron dudas. “Desde lo individual, su confesión fue muy importante, pero esto es una lucha colectiva por Memoria, Verdad y Justicia. Todo lo que pasó antes, con las Madres, las Abuelas y los Familiares (de desaparecidos), fue fundamental para que los hijos y familiares de genocidas podamos tomar conciencia de la magnitud de sus crímenes, y repudiarlos.”
Como abogado, Pablo se sumó al equipo que lidera Llonto. “Me gradué a finales de 2013, y ahí fue muy fuerte la voluntad de hacer lo que sentía que tenía que hacer. Me cuesta poner en palabras lo que significa para mí estar trabajando con Pablo Llonto, y para las víctimas, sobrevivientes y familiares de la Comisión Vesubio y Puente 12, que es una comisión histórica que trabaja e investiga los casos de esos centros clandestinos de detención y exterminio. Pero en relación a este juicio, algo que fue muy impactante para mí, fue trabajar con los testimonios de lo que habían tenido que pasar los hijos de desaparecidos, eso me impactó de una manera muy particular.”
La ley
Aunque Pablo formó parte de Historias Desobedientes, algunas diferencias internas lo llevaron a él y a otra parte del grupo, a formar el colectivo Asamblea Desobediente. “Ambas agrupaciones trabajamos por la Memoria, la Verdad y la Justicia, pero con conceptos y objetivos muy diferentes”, aclara. Una de las cuestiones sobre las que más vienen trabajando los familiares de genocidas tiene que ver con la modificación de la ley que impide denunciar y testificar contra parientes directos y descendientes. Pablo lleva años estudiando el código penal, y, junto a sus compañeros, elaboraron y presentaron un proyecto de ley que todavía no fue sancionado.
“En su momento, presentamos el proyecto para que cambien esas prohibiciones porque creemos que no deberían correr para crímenes de guerra, lesa humanidad o genocidio. Se trata de crímenes que afectan a toda la humanidad, y los hijos de genocidas deberíamos poder declarar en juicio porque estamos afectados por los crímenes de lesa humanidad, lo contrario sería considerarnos por fuera de la humanidad”, señala Pablo.
Los otros dos pilares en los que se basa el proyecto, sostienen que las prohibiciones fueron hechas en un contexto en el que estaban pensadas como un mandato constitucional, que es la protección de la familia, y que, entre la realización de justicia y la protección de la familia, el legislador decide proteger a la familia.
“Creemos que esa prohibición no tiene sentido cuando los vínculos familiares ya están rotos, es decir, el vínculo que la ley quiere proteger -entre nosotros y el genocida-, ya no existe.” Por último, y el que destacan como principal motivo, es que el derecho internacional de derechos humanos manda que los estados tienen la obligación de prevenir, juzgar y sancionar los graves crímenes contra la humanidad, y, cuando la normativa interna de los estados pone obstáculos para el cumplimiento de esos objetivos, de alguna manera, está incumpliendo sus obligaciones internacionales.
El proyecto perdió estado parlamentario -sucede cuando un proyecto de ley sometido a la consideración del Congreso, no obtiene sanción en una de sus Cámaras durante el año parlamentario-, y aunque el actual contexto de Argentina, con un gobierno de ultraderecha que reivindica el terrorismo de Estado, no parece ser el más propicio para un proyecto de esta envergadura, los familiares confían en que, en algún momento, haya voluntad política para sacarlo adelante.
“Hoy que se pretende negar, e incluso reivindicar, el genocidio desde el poder ejecutivo, tenemos que insistir en que, ni desde el Estado, ni desde ningún ámbito, se puede avalar, ni siquiera con el silencio, un exterminio”, concluye Pablo.