La normalidad y la ira de la ultraderecha marcan la transición en Brasil
São Paulo
Entre bloqueos de carreteras, manifestaciones que reclaman un golpe de Estado y un casi imperceptible ruido de sables, las negociaciones para la transición entre el Gobierno de Jair Bolsonaro y los equipos designados por el presidente electo, Luiz Inácio Lula da Silva, marchan con normalidad. Lula se mantiene discretamente en segundo plano, mientras el presidente saliente no aparece públicamente desde el día de una derrota electoral que no ha sabido asimilar. Todavía no ha aceptado públicamente los resultados, y menos todavía se ha dignado a felicitar a su contrincante. Seguramente nunca lo hará.
Fueron días turbulentos los posteriores a la victoria de Lula da Silva en las elecciones presidenciales del 30 de octubre. Miles de camioneros y simpatizantes del candidato derrotado y todavía presidente, Jair Bolsonaro, bloquearon cientos de carreteras en todo el país, y generaron problemas de desabastecimiento y grandes contratiempos a los ciudadanos necesitados de desplazarse entre ciudades. El propio Bolsonaro se dirigió a los manifestantes para que pusieran fin a los cortes de carreteras, pero insistió en que las manifestaciones de protesta por un presunto fraude electoral eran legítimas, aunque en ellas se reclamara abiertamente la intervención del Ejército. Las aglomeraciones de miles de seguidores del dirigente ultraderechista continuaron frente a los cuarteles generales de las Fuerzas Armadas en numerosas ciudades de Brasil. El odio visceral hacia la izquierda y hacia Lula que se apreció en esas protestas refleja un Brasil profundamente dividido en el que la ultraderecha se afianza a pesar de su derrota (Lula triunfo con el 50,9% de los votos frente al 49,1% de Bolsonaro).
Cuando amainaron las manifestaciones, Bolsonaro optó por otra vía en un último intento por revertir la decisión de las urnas. El Partido Liberal, que acogió la candidatura de Bolsonaro a la presidencia, presentó un recurso por supuesto fraude ante el Tribunal Superior Electoral. En 24 horas, su presidente, Alexandre de Moraes, desestimó la demanda e impuso una multa de 22 millones de reales (algo más de cuatro millones de euros) al Partido Liberal. De Moraes es el enemigo jurado de gran parte de la ultraderecha más recalcitrante brasileña.
A menos de un mes de la toma de posesión de Lula, poco se habla de los que serán los ministros en el nuevo Gobierno, que probablemente se anunciará el 12 de diciembre. Lula sólo ha prometido que el ministro de Defensa será un civil, pero más dudas persisten sobre la identidad del ministro de Economía, un asunto de crucial importancia. Los problemas financieros de Brasil son acuciantes. El 5 de diciembre, el diario Folha de São Paulo aseguraba que no hay dinero en caja para pagar todas las pensiones a final de mes. Incluso la policía federal ha dejado de emitir pasaportes por falta de fondos.
En esas circunstancias, Lula pretende que determinadas partidas del presupuesto –especialmente el auxilio emergencial, una ayuda de poco más de cien euros que reciben mensualmente 21 millones de pobres— queden excluidas del techo de gasto fijado en la Constitución. Esa propuesta, acompañada de una opinión de Lula sobre la insensibilidad social de los mercados, provocó un desplome bursátil y una inmediata depreciación (10% aproximadamente) del real frente al dólar y el euro. La continuidad de esas ayudas es una de las principales promesas electorales de Lula, pero el Congreso, en gran medida contrario al presidente electo, no se lo pondrá fácil, a pesar de que el mismo Congreso haya permitido a Bolsonaro cinco quiebras del techo de gasto.
Los equipos de transición, no obstante, siguen trabajando con normalidad. Son 300 personas en 30 grupos de trabajo. El vicepresidente electo, Geraldo Alckmin –un dirigente conservador, rival de Lula en las elecciones de 2002, y con enorme experiencia en los entresijos parlamentarios— ya se ha reunido con el vicepresidente en ejercicio, Hamilton Mourão. En ese aspecto, la transición entre el equipo de Lula y los responsables de los ministerios marcha adecuadamente. Aunque el presidente apenas interviene. A comienzos de noviembre, mientras los equipos negociadores se reunían en palacio presidencial de Planalto, Bolsonaro se acercó a saludar a Alckmin con una única petición: “Por favor, líbrenos del comunismo”.
La principal preocupación entre los dirigentes del partido de los Trabajadores y los otros 10 partidos que apoyan a Lula –que abarcan desde la extrema izquierda hasta el centro derecha—es la actitud que adoptará la cúpula militar. Al margen de los exabruptos de algunos oficiales que amenazan con la guerra civil, el periódico O Estado de São Paulo informaba el pasado 29 de noviembre de que los tres jefes de las Fuerzas Armadas –Ejército, Aeronáutica y Marina— abandonarán sus cargos antes de la toma de posesión de Lula, el 1 de enero. La Folha de São Paulo consideró la decisión de los mandos militares una “declaración de insubordinación”.
Mientras, Jair Bolsonaro está prácticamente desaparecido. Salvo la brevísima intervención para disuadir los bloqueos de las carreteras, no ha abierto la boca. Está encerrado en el palacio residencial de la Alvorada, del que solo ha salido para asistir a dos encuentros con militares en los que optó por el silencio. Su hijo Carlos alega que el presidente padece una infección cutánea en una pierna, pero el hecho es que Jair Bolsonaro no ha acudido a la última entrega de cartas credenciales del cuerpo diplomático ni ha desvelado si entregará la banda presidencial a Lula el 1 de enero en Brasilia, aunque los comentaristas se inclinan por su ausencia en este acto.
Juan Miguel Muñoz es periodista. Vive en Brasil, ha trabajado también en México y fue corresponsal en Jerusalén.