La peligrosa deriva unipolar
JAVIER GARCÍA
Estamos asistiendo a una deriva mundial espeluznante. La no aceptación por parte de Estados Unidos de su declive como poder hegemónico global está tensionando el planeta hasta extremos inimaginables.
La llamada “trampa de tucídides”, que describe la tendencia a la guerra de una potencia hegemónica cuando se ve amenazada por una emergente, se está desarrollando plenamente ante nuestros ojos con todas sus desoladoras consecuencias.
El hegemón, que se considera amenazado, despliega su cara más siniestra tanto a nivel interno como externo: censura, asfixiante manipulación de los mensajes mediáticos, discurso único, utilización al máximo del miedo como arma política.
Y lo peor es que el poder emergente -en este caso China, junto a otros también emergentes, pero de una fuerza menor- no representa ninguna amenaza para nadie.
Después de cien años de dominación occidental, China ha conseguido un aumento formidable del nivel de bienestar de sus ciudadanos y ha eliminado el 70% de la pobreza a nivel mundial. Lo que parece que no se perdona. Da igual que haya repetido que no tiene intención de ocupar el puesto de EEUU, ni tenga intención de imponer nada ni dominar a nadie. Da igual que todo en su historia, su cultura, su tradición filosófica, su forma de ser o sus intereses nos digan que lo que quiere es seguir desarrollándose y comerciando en paz con todos en un mundo multipolar.
Es una amenaza, no solo porque económicamente y en muchos más terrenos superará en breve a EEUU, sino porque se define como “comunista”, sencillamente por eso. Desde la perspectiva de las élites occidentales, un modelo comunista -por muy de libre mercado y capitalista que sea- no puede ser jamás un ejemplo para el resto del planeta y el sur global. Tiene que representar algo malo, por muy bien que le vaya.
Debemos ser conscientes de que estamos hablando de 1.400 millones de personas -un quinto de la población mundial- que, con mucho esfuerzo y por primera vez en su historia, han conseguido dejar atrás la pobreza y vivir una suerte de renacimiento. Una evolución que, en lugar de congratularnos, parece que hay que frenar en seco y revertir a cualquier precio. Si los chinos siguieran viviendo en la miseria en la que cayeron tras la primera intervención occidental con las guerras del opio, no nos importarían nada y no serían una amenaza para nadie. Pero como han conseguido salir del pozo, hay que volverlos a hundir.
La potencia hegemónica, en lugar de arreglar sus graves problemas internos y colaborar en resolver los urgentes desafíos que afronta el mundo, ha metido a Europa en una guerra totalmente innecesaria, embarcándole además en una renovada carrera armamentística que le obliga a gastar lo que precisaría para necesidades más perentorias. Es evidente que el principal responsable de la invasión es Putin, pero también lo es que se le ha llevado poco a poco e intencionadamente a un callejón sin salida.
Todo parece indicar que esa guerra, ya de por sí muy peligrosa, es el preludio para preparar un conflicto aún mayor con China, cuyos rasgos principales se van esbozando.
Europa ha abandonado cualquier pretensión de autonomía estratégica y cierra filas con Washington siguiéndole a pies juntillas, pese a las desoladoras consecuencias que la guerra en Ucrania está teniendo y tendrá en el continente. El resultado es que un fantasma recorre las cabezas y el corazón de los ciudadanos europeos: el miedo, ingrediente básico del caldo de cultivo del fascismo, que no cesa de crecer.
Los habitantes del mundo asistimos a esos acontecimientos con una mezcla de estupor y sobresalto. Algunos políticos normalizan incluso la guerra nuclear y hablan ya de ella como si lo hiciesen de ir a comprar el pan. Sin reparar en la colosal catástrofe que sería para todos, sin excepción.
Qué alternativa tenemos a esta peligrosa deriva. Solo parece haber una: la aceptación por cada vez más países y personas de que es posible una nueva configuración mundial multipolar, sin potencias hegemónicas. Un mundo donde nadie imponga su voluntad a los otros, donde todos los países se puedan relacionar sin intentar expandir sus modelos, sus ideas o sus formas de organización social.
Esa alternativa pasa también por reconocer que la dominación occidental del mundo durante al menos los últimos dos siglos toca a su fin. Que ha tenido aspectos positivos, pero también negativos y que los valores occidentales no tienen por qué ser universales ni aplicables a todo el planeta. No pasa nada, podremos seguir viviendo como queramos y seguir promoviendo nuestros valores desde una posición de igual a igual, no superior. Nadie los amenaza. Pero si queremos un mundo donde todos podamos convivir en paz, tendremos que poner en práctica muchas ganas de aprender y buenas dosis de humildad.
Javier García es periodista. Ha sido jefe de corresponsalías en Medio y Extremo Oriente, Latinoamérica, Europa y África, además de enviado especial a diferentes conflictos bélicos. Actualmente, es profesor de Periodismo en la Universidad Renmin de Pekín. Su último libro es China, amenaza o esperanza.