¿Quién decide quién es terrorista?
PASCUAL SERRANO
Tras el ataque de Hamás a Israel, ha vuelto a la actualidad el manido concepto de terrorismo, con el cual se pretende, mediante esa acusación, desautorizar a unos y, a través de la lucha contra él, legitimar las acciones de otros.
Se supone que, al menos la prensa y los periodistas, deben utilizar el lenguaje de forma neutra, no condicionada por el sesgo de determinados poderes políticos. Veamos los que dicen los diccionarios. Según la RAE, terrorismo es “Dominación por el terror” o “Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. Es evidente que bajo esa consideración podríamos incluir muchas cuestiones a las que nunca se les ocurre llamar terrorismo en los medios.
Sigamos buscando, ahora en el Diccionario Panhispánico del español jurídico, elaborado por instituciones como la Real Academia de la Lengua Española, la Cumbre Judicial Iberoamericana y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Aquí el término menos autoreferencial es el de “acto terrorista”. Y dice que es el “acto que tiene como objetivo causar la muerte o lesiones físicas y/o psíquicas contra cualquier persona, o cuando el propósito, por su naturaleza o contexto, es intimidar a una población u obligar a un Gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo”. Nos encontramos en la misma situación, son numerosas las circunstancias que cumplen con esta característica.
Vamos a ver qué dice la ONU. Aquí encontramos que “El terrorismo implica la intimidación o coerción de poblaciones o gobiernos mediante la amenaza o la violencia”.
Seguimos igual, es más, si pensáramos en cuál ha sido el mayor acto violento dirigido contra población civil con el objetivo de causar muerte o daño físico, y ejecutado para obligar a un gobierno a tomar una decisión, es evidente que sería el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Y si, como dice el Diccionario Panhipánico del español jurídico, terrorista es “quien comete o intenta cometer actos terroristas por cualquier medio, directa o indirectamente y de manera deliberada”, pues parece claro que el mayor terrorista de la historia es el gobierno de Estados Unidos y su Ejército provocando los millones de muertos civiles con esas bombas atómicas pensadas para presionar al gobierno de Japón para rendirse.
La conclusión a la que estamos llegando es que la consideración de terrorista es solo objeto de una decisión política. Por eso, para el discurso político occidental, sus líderes y sus medios de comunicación, es indiscutible que Hamás es un grupo terrorista. Pero Hamás es terrorista para Estados Unidos y para la Unión Europea porque está incluido en el listado de organizaciones terroristas que ellos mismos han elaborado. No parece un argumento muy aplastante. Sería como argumentar que la asociación de fútbol del pueblo de al lado es terrorista porque en mi casa la hemos incluido en la lista de terroristas.
De modo que estamos funcionando con la consideración de terrorismo y terroristas sencillamente con la lista que ha preparado el Departamento de Estado norteamericano o la Unión Europea, lo que, al parecer, hace ya innecesaria cualquier prueba o juicio.
La historia ha mostrado las contradicciones de la calificación de terrorista por parte del poder.
Hace cincuenta años, Nelson Mandela fue encarcelado por terrorismo y era considerado «terrorista» por el gobierno de Estados Unidos, para acabar como presidente de Sudáfrica y homenajeado por toda la comunidad internacional el día de su muerte.
Los guerrilleros muyahidines en Afganistán, entre cuyas filas estaba Osama Bin Laden, eran calificados de «héroes luchadores por la libertad» por su labor en la guerra contra la Unión Soviética. En 1985, el entonces presidente Ronald Reagan invitó a la Casa Blanca a los líderes muyahidines, apadrinados y financiados por la Agencia Central de Inteligencia. El presidente afirmó que «los muyahidines afganos son el equivalente moral de los próceres de Estados Unidos». Una vez desaparecida la URSS, sobraban estos “libertadores” y pasaron a ser “terroristas”.
El problema es que, según el reconocido intelectual Eqbal Ahmad, «el terrorista de ayer es el héroe de hoy, y el héroe de ayer se convierte en el terrorista de hoy». Pero, además, la potestad del calificativo casi siempre corresponde a los todopoderosos, quienes a su antojo satanizan o santifican, según se esté a su servicio o no.
Veamos otro caso de organización que pasa de ser terrorista a dejar de serlo en función de intereses. Es el Movimiento Islámico del Turquestán Oriental (ETIM por sus siglas en inglés), una organización yihadista islámica creada en el Oeste de China que combate contra el gobierno chino. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, fue considerado organización terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y, por supuesto, China, debido a sus supuestos vínculos con Al Qaeda. En los diez años anteriores había cometido más de 200 actos terroristas, resultando en al menos 162 muertes y más de 440 heridos
Sin embargo, en el transcurso de los siguientes 20 años, las prioridades de política exterior de Washington han cambiado drásticamente, y la idea de un grupo violento que hostigue y propugne una secesión en China le resulta muy sugerente a Estados Unidos. Pocos días después de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020, la administración Trump eliminó al ETIM de la Lista de Exclusión Terrorista, citando una supuesta falta de actividad, incluso cuando sus combatientes islamistas establecieron un campamento en Afganistán y Siria. La administración Biden continúo apoyando esa postura. El ETIM ha dejado de ser terrorista para ellos, pese a que ha causado alrededor de mil muertos en China desde el comienzo de su actividad y en 2023 lanzó un coche bomba contra un grupo de profesores chinos en Pakistán.
En los años treinta, las fuerzas clandestinas judías en Palestina eran consideradas como una organización «terrorista», y fueron ofrecidas recompensas de cien mil libras esterlinas por la captura de Menachem Begin, hombre que más tarde fue el primer ministro electo de Israel.
Años más tarde, cuando los poderosos crearon el Estado de Israel, los terroristas pasaron a ser los palestinos, en especial la OLP. Sin embargo, cuando se iniciaron los diálogos palestino-israelíes, el líder de la OLP, Yaser Arafat, pasó de ser terrorista a ser el líder internacional más veces recibido por el presidente Bill Clinton.
Sigamos con las curiosidades históricas. George Washington y sus tropas fueron considerados «terroristas» por el imperio británico. Calificación similar a la que tenían de Gandhi.
Asimismo, el que sería elegido presidente de Timor Oriental, Xanana Gusmao, era hasta entonces un terrorista separatista a ojos de las potencias occidentales amigas del dictador indonesio Suharto, que había invadido Timor.
Con la perspectiva del tiempo, nadie en la actualidad dudará del carácter terrorista de dictaduras patrocinadas por EEUU, como las de Somoza o Batista. Algo parecido ocurre con algunos líderes que pasan fácilmente, a ojos del Departamento de Estado, de terroristas a luchadores por la libertad. Es el caso del nicaragüense Edén Pastora que de terrorista sandinista pasó a héroe de la contra antisandinista. Recordemos que en su época «terrorista» luchaba contra la dictadura de Somoza y en su fase «heroica» en la «contra» guerreaba contra el legítimo gobierno sandinista que había ganado unas elecciones generales.
El caso de Bin Laden ya se ha repetido en la historia de las amistades/enemistades de los servicios secretos de Estados Unidos. Varios de sus «luchadores por la libertad», como Sadam Hussein durante la guerra de Iraq-Iran, Noriega en Panamá o Montesinos en Perú, pasaron a convertirse en terroristas perseguidos sin cambiar un ápice su ideología.
Y si analizamos la lista de organizaciones terroristas, según el criterio del Departamento de Estado norteamericano, observamos como el IRA irlandés no era considerado terrorista en sus tiempos de mayor actividad violenta, y sí las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cuyos representantes hoy son diputados, al igual que los del IRA.
Mientras el Ejército de Liberación Nacional de Colombia (ELN) se consideraba terrorista, los paisanos del sacerdote fundador de esta organización, Manuel Pérez, lo homenajeaban en su pequeña localidad natal en Zaragoza, Alfamén, tras su muerte por causas naturales en las montañas de Colombia. El 90% de los vecinos firmó un escrito para darle su nombre a una de las calles.
El colmo es que dos históricos terroristas terminaron siendo Premio Nobel de la Paz sin renegar ni de su lucha ni de su ideología, se trata de Nelson Mandela y Yasir Arafat, y otro, Mahatma Gandhi, fue nominado cinco veces.
Todo esto ha generado que algunos medios, como el diario Star Tribune, explicara por qué se niegan a usar el término terrorismo en sus informaciones; así lo señalaba el miembro de la ejecutiva Roger Buoen en un ejemplo de deontología periodística no muy generalizado:
“Nuestro trabajo no consiste en valorar a los protagonistas de nuestros artículos, sino en describir sus actos, sus entornos y sus identidades de la manera más completa posible, dejando que los lectores lleguen a sus propias conclusiones sobre los individuos y las organizaciones. En el caso del término «terrorista», otras palabras —«hombre armado», «separatista» o «rebelde», por ejemplo— pueden resultar más precisas y menos subjetivas. Por eso solemos preferir estas palabras más específicas. También prestamos una atención especial para evitar el uso del término terrorista en los artículos sobre el conflicto palestino-israelí debido a la naturaleza emocional y acalorada de la disputa”.
Y es que el caso palestino-israelí es el más paradójico. Allí los que luchan contra el terrorismo son los que asesinan a trabajadores de la ONU, bombardean indiscriminadamente los edificios civiles y cortan los suministros de luz y agua a las ciudades. En pocas palabras: en su “lucha contra el terrorismo”, Israel mata más niños que soldados mata el “terrorismo palestino”.
Pascual Serrano es periodista y escritor. Su último libro es “Prohibido dudar. Las diez semanas en que Ucrania cambió el mundo”