Los pueblos originarios de Argentina en busca de la reparación del genocidio
CECILIA VALDEZ
Los juicios de lesa humanidad por los crímenes perpetrados durante la última dictadura militar Argentina, crearon un precedente a nivel mundial, pero también han sentado las bases para que los pueblos originarios promuevan causas judiciales contra el Estado argentino por prácticas genocidas. Alentados por los procesos que han tenido lugar en los últimos 40 años, distintas comunidades indígenas han emprendido sus propios procesos de memoria, verdad y justicia, con los que han conseguido ya dos sentencias a su favor.
De momento, la Masacre de Rincón Bomba (1947) y la Masacre de Napalpí (1924), obtuvieron sentencias favorables y se investigan las masacres de San Antonio de Obligado (1887) y de San Javier (1904). Además, se han presentado denuncias judiciales para que se investigue y se lleve a juicio la Campaña del Desierto (1878-1990).
PRIMERAS CONDENAS AL ESTADO ARGENTINO
En julio de 2019, una sentencia condenó al Estado argentino por la Masacre de Rincón Bomba (Formosa), consideró crímenes de lesa humanidad los cometidos por la Gendarmería Nacional contra el pueblo indígena Pilagá y ordenó reparaciones. Entre el 10 y el 30 de octubre de 1947 las fuerzas de seguridad nacional fusilaron a más de 400 pilagás en las localidades de Las Lomitas y Pozo del Tigre. La Masacre contó con el apoyo de la Fuerza Aérea, y Carlos Smachetti, el comandante del avión que ametralló a decenas de personas desde el aire, fue procesado.
En el Juicio por la Verdad de la Masacre de Napalpí, celebrado en mayo de 2022, un juzgado federal responsabilizó al Estado argentino por la matanza y reclamó una serie de medidas reparatorias.
“La masacre fue un delito de lesa humanidad cometido en el marco de un proceso genocida de los pueblos indígenas”, estableció la jueza Zunilda Niremperger en la sentencia. En Napalpí murieron entre 200 y 300 personas de las comunidades qom y moqoit, tras una balacera con la que 130 policías, gendarmes y paramilitares, reprimieron una protesta de la comunidad. Sus cuerpos fueron calcinados y enterrados en fosas comunes. Su historia negada o tergiversada.
Y en septiembre de 2020, los caciques Luis Pereyra y Rosa Pereyra, de las comunidades qom presentaron una denuncia ante un fiscal federal por la Masacre de San Antonio de Obligado (1887) calificándola como delito de lesa humanidad y genocidio. De salir adelante este proceso, sería el primer juicio por la verdad sobre un hecho del siglo XIX.
Hasta ahora, la versión oficial de la masacre señalaba que los indígenas habían matado al cura Ermete Constanzi y fueron asesinados en represalia, pero recientes investigaciones demuestran que la historia fue otra.
En 1887, Rudecindo Roca, por entonces gobernador de Misiones, mandó a pedir una “china” de una comunidad por lo que una niña fue llevada a la fuerza, lo que provocó una indignación general. Los indígenas emboscaron a los soldados cuando volvían a la comunidad, lo que hizo que el hermano de Roca, propietario de un ingenio azucarero, enviase un grupo de caballería a la reducción (concentración forzada de poblaciones indígenas) de Santa Ana, que acabó provocando la carnicería.
Lo que los investigadores encontraron en las actas de fray Ermete Constanzi -un sacerdote italiano que había sido convocado para “cristianizar” a los indígenas-, es lo contrario de lo que se contaba hasta entonces y que había servido para justificar la matanza. En las actas que detallan los acontecimientos, el fraile defiende “la inocencia” de “sus” indios ante el Ministerio del Interior y la prensa. Diez años después, es asesinado por seguir defendiendo a las comunidades. Exactamente al revés de la versión oficial, según las investigaciones realizadas, que sirvieron para armar la causa.
En diciembre del pasado año, las comunidades indígenas de San Javier y la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Santa Fé presentaron una denuncia ante la fiscalía federal solicitando la apertura de una investigación por el Derecho a la Verdad sobre los hechos del 21 de abril de 1904, en esa localidad.
“Venimos por este acto a formular DENUNCIA PENAL, por la persecución, represión y matanza a integrantes del pueblo Moqoit, todos crímenes de lesa humanidad en el marco del genocidio contra los pueblos originarios, llevado adelante en distintos puntos de nuestro país durante la conformación del Estado Nacional Argentino”, argumenta la denuncia.
Y agrega que consideran esa investigación, a más de cien años de ocurridos los hechos, “imprescindible para que la verdad jurídica refleje la verdad histórica, la que se viene transmitiendo oralmente en nuestras comunidades, de generación en generación”.
En San Javier murieron a comienzos del siglo XX un centenar de personas moqoit y otras tantas resultaron heridas. Según la versión oficial, se trató de un malón (ataque sorpresivo de indígenas) que fue repelido. La historia oral de los indígenas habla de fosas comunes y enterramientos de personas con vida.
En agosto del año pasado, la referente mapuche-tehuelche Ivana Huenelaf, presentó una denuncia ante los tribunales para que se investigue como genocidio la persecución y matanza de pueblos originarios de la Patagonia durante las expediciones militares conocidas como “Campaña del Desierto” (1878-1890).
La configuración del Estado-Nación, con el fin de la colonia, planteó la necesidad de imponer su soberanía sobre las regiones indígenas autónomas. Se calcula que en la llamada “Conquista del Desierto” cerca de 14 mil mapuches fueron asesinados o hechos prisioneros. La Reforma de la Constitución Nacional en 1994, reconoció la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
EL PRECEDENTE DE LOS JUICIOS POR LA VERDAD
Los Juicios por la Verdad fueron un procedimiento judicial, sin efectos penales, que se llevaron a cabo durante 18 años en Argentina, ante la imposibilidad de perseguir penalmente a los responsables de los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura, frente a la impunidad que les garantizaban las leyes de Obediencia Debida, Punto Final e Indulto.
Son fruto de la lucha de los organismos de derechos humanos, que buscaron estrategias alternativas para hacer frente a la impunidad, a través de la búsqueda judicial de la verdad. Al pasar de los años, anuladas las leyes de impunidad, surgieron causas penales que imputaron a responsables de terrorismo de Estado, para las que se tuvieron en cuenta las pruebas presentadas en los Juicios por la Verdad.
En el caso de los indígenas, los Juicios por la Verdad buscan llevar “reparación histórica y simbólica” a los pueblos originarios argentinos que fueron reprimidos, perseguidos, cazados, asesinados y negados.
A falta de responsables con vida, estos juicios se erigen en el medio adecuado para garantizar los derechos a la verdad, a una reparación integral y a la no repetición. Así lo entiende, entre otros, Diego Vigay, fiscal federal ad hoc, que encabezó la investigación preliminar y participó en el juicio de la Masacre de Napalpí en representación del Ministerio Público Fiscal.
Vigay explicó al DiarioAR que tomaron como precedentes tanto “el proceso de juzgamiento de crímenes de lesa humanidad de la última dictadura cívico militar, que tiene más de 1.100 condenados y que es considerado de vanguardia a nivel mundial”, como los juicios por la verdad celebrados en los ‘90 en distintas jurisdicciones del país.
“Entendimos que, más allá de las demandas civiles donde no intervienen las fiscalías federales, era imprescindible la realización de un juicio oral y público, porque el compromiso asumido en juzgar los crímenes de lesa humanidad debe abarcar todos los que ocurrieron en el transcurso de la historia nacional, no solo los de la última dictadura”, dijo Vigay.
A su juicio, la importancia de estos juicios es que permiten subrayar que las prácticas genocidas no terminaron con la conformación del Estado nacional “sino que continuaron en matanzas del siglo XX como la masacre de Napalpí y de La Bomba, dos casos que se dieron en gobiernos democráticos”.
Para el sociólogo Marcelo Musante, integrante de la Red de Investigadores sobre Genocidio y testigo en el Juicio por la Verdad de la Masacre de Napalpí, pensar que estos juicios son deudores de los procesos posdictadura acarrea riesgos.
“Habría que tener cuidado con que decir esto no implique sacar toda la agenda indígena, y la potencia que hay por parte de las comunidades al haber sostenido las demandas, sobre todo la memoria oral contando las masacres de generación en generación. Acá lo central es la palabra genocidio, que permite pensar en un proceso a largo plazo, planificado, sistematizado”, indica.
“GENOCIDIOS DE PRIMERA Y DE SEGUNDA”
Paula Alvarado Mamani es abogada de la Federación Pilagá y una activista kolla que participó en la querella en el juicio por la Masacre de Rincón Bomba.
“Nosotros, los indígenas, creemos que existen ciudadanos de primera y de segunda generación. Las personas excluidas de ciertos sistemas, o sea, los indígenas y las personas en condiciones de vulnerabilidad, pertenecemos a otro tipo de clase social, económica y cultural, pensada desde lo inferior”, asegura.
Y destaca que de ahí viene la tesis “de que existen genocidios de primera y de segunda, los genocidios de segunda no son reivindicados, no son contados y, peor aún, son invisibilizados. Entonces, estos juicios tienen que ver con una reparación histórica estatal, pero todavía falta mucho. Muchos organismos de derechos humanos tampoco abrazan la cuestión indígena, porque hay otros factores en juego, el factor clasista o el factor racista, sin ir más lejos.”
Alvarado Mamani sostiene que esto se vio muy claramente con las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, dos jóvenes que fueron asesinados por defender la causa mapuche. Mientras las movilizaciones y las protestas, en el caso de Maldonado -un joven de clase media-, fueron masivas, las de Nahuel -un joven mapuche- no lo fueron en la misma medida.
La primera causa de pueblos originarios contra el Estado nacional fue la de la Masacre de Rincón Bomba en junio de 2005, para cuya sentencia hubo que esperar 14 años.
“Estamos hablando de causas que el Estado tuvo guardadas en un cajón (retrasando su resolución) durante 15 años”, afirma Musante y señala que tampoco se puede hablar del Estado “como algo monolítico”, ya que estos casos implican no sólo al poder Ejecutivo de turno sino también al Judicial.
“Las primeras respuestas que da la Procuración del Tesoro respecto a las Masacres de Rincón Bomba y Napalpí, es negar a las comunidades en tanto etnias, aseguraron que ni los pilagá ni los qom son etnias argentinas. Entonces, si los qom no son una etnia, no pueden hacerle un juicio al Estado por genocidio. Además, argumentaron que la masacre no fue tal y que ‘solamente’ murieron cuatro personas en un enfrentamiento. O sea, aparece la palabra enfrentamiento que sí tiene que ver con la última dictadura. Pero acá lo que hay es una negación de la identidad étnica, por eso creo que es muy importante este proceso de 15 años por el cual se llegó a lograr esto, y lo valioso de todas estás sentencias positivas que se están dando”, destaca el sociólogo.
EL VALOR DE LA HISTORIA ORAL INDÍGENA
Melitona Enrique fue una de las últimas supervivientes de la Masacre de Napalpí. Tenía 107 años cuando murió en 2008 sin saber que, 14 años más tarde, algo de esa reparación histórica por la que luchó toda su vida iba a hacerse realidad. Melitona no llegó a declarar personalmente ante los fiscales los hechos que vivió cuando apenas era una niña, pero los mantuvo vivos en la memoria (la suya y la de los otros integrantes de la comunidad) a través de la tradición oral.
Sabino es el menor de los 12 hijos de Melitona, el único que queda con vida y que aportó las vivencias de su madre ante la Fiscalía.
“Ella siempre contaba que ellos (la comunidad), ya estaban en ese lugar antes de que se hiciera una reducción de indios Napalpí, que sus padres trabajaban duro, pero les pagaban muy poco y empezaron a reclamar”, dice Sabino, que recuerda que su madre hablaba poco porque le daba mucha tristeza: “Lo contaba en qom porque no hablaba castellano y yo le traducía”.
“No hay que olvidar que los sobrevivientes, y los integrantes de las comunidades viven muy lejos de donde suceden los juicios, justamente porque fueron corridos en las matanzas”, advierte Musante y señala que los juicios, además, “no están pensados interculturalmente, con lo cual, no sólo tienen que acercarse a declarar, sino que lo tienen que hacer en un lenguaje como el jurídico, que les resulta sumamente ajeno”.
La reconstrucción de lo sucedido en las matanzas se consiguió, fundamentalmente, con el testimonio de las y los sobrevivientes, y sus descendientes, pero también fue fundamental el trabajo de archivistas, sociólogos, historiadores y antropólogos, que aportaron pruebas.
“Esto sirvió para fundamentar o para avalar esa historia oral que las comunidades venían sosteniendo. De alguna manera, se trata de un reconocimiento porque pareciera que esa memoria oral valiese menos que los documentos, y queda siempre como solapada, como de segunda categoría”, resalta Musante.
Alvarado Mamani confía en que con el tiempo esto sirva para demostrar una verdad histórica que pueda afectar a la sociedad en su conjunto, no sólo a las comunidades, y para prevenir cosas que todavía suceden.
Para Musante, “lo de la transmisión oral de generación en generación también implicó un costo, o sea, permitió que ahora se pueda llegar a un juicio, y que se haya mantenido esa memoria, pero tuvo un costo altísimo que fue el terror que generó”.
El abogado polaco Raphael Lemkin, que acuñó el concepto de genocidio, argumentó que se trata de un proceso de destrucción que busca transformar la identidad de un pueblo a través del aniquilamiento de parte de la población. Otro de los objetivos de las masacres es instalar el miedo, que funciona como disciplinador.
“Se trata de mostrarle a las otras comunidades lo que te puede pasar si protestas”, en palabras del sociólogo argentino.