Lula gana pero Brasil tendrá que ir a una segunda vuelta

JUAN MIGUEL MUÑOZ

São Paulo

Luiz Inácio Lula da Silva se quedó cerca de alcanzar la mitad más uno de los votos, pero no lo consiguió en primera vuelta. Brasil irá a una segunda ronda el próximo 30 de octubre para decidir quien será el próximo presidente del país.

Con el 99,72% de los votos escrutados, Lula conseguía el 48,35% y Jair Bolsonaro, que se mostró más fuerte de lo que avanzaban las encuestas, llegaba a un 43,26%, en unas de las elecciones más enconadas y a cara de perro de las  últimas décadas.

“Vamos a ganar, esto es tan solo una prórroga”, dijo Lula tras conocerse los resultados pocas horas después de una jornada electoral marcada por las colas de votantes, que se desarrolló relativamente tranquila.

Antes, al ir a votar, había recordado su paso por prisión: “Es un día importante para mí. Hace cuatro años no pude votar porque fui víctima de una mentira. Quiero ayudar a mi país a regresar a la normalidad”.

Bolsonaro, conservador hasta la médula, y el exmandatario de izquierda, que gobernó el inmenso país entre 2003 y 2010, se enfrentaron a cara de perro por la presidencia del país más poblado (215 millones) y más extenso de América Latina. Se detestan profundamente. Y esa animadversión ha calado entre los seguidores de ambos dirigentes, especialmente entre los partidarios de Bolsonaro, algunos de cuyos leales más exaltados han matado a rivales del partido rival a puñaladas o a tiros. Ambos dirigentes suscitan un amplio rechazo de buena parte de la población, pero las encuestas concedían una ventaja a Lula de hasta 17 puntos (48% frente a 31% en el sondeo de hace una semana).

Durante la campaña, el presidente en ejercicio arremetió contra su rival –al que califica de “ladrón de nueve dedos” por la amputación de un meñique que sufrió Lula en su época de trabajador de la industria metalúrgica– con continuas acusaciones sobre la corrupción en la época de gobierno del Partido de los Trabajadores. Poco importa a Bolsonaro que la justicia dictaminara la parcialidad de Sergio Moro y que las sentencias fueran anuladas. El presidente grita a los cuatro vientos que Lula pretende volver al escenario del crimen.

El mandatario ultraconservador, que ha defendido la tortura, la dictadura (1964-1985) y que se enorgullece en público de sus erecciones, fundamentó su campaña en la defensa de los valores morales tradicionales, muy arraigados en Brasil. Cuenta con el apoyo mayoritario de los fieles de la infinidad de iglesias evangélicas, que suman adeptos desde hace décadas a ritmo desenfrenado. Y asegura que mantendrá en 2023 el Auxilio Brasil –una ayuda de 600 reales, poco más de 100 euros— para las familias más necesitadas, un programa que en realidad implantó Lula muchos años antes con el nombre de Bolsa Familia. A Bolsonaro le pasa factura su gestión de la pandemia del Covid, algo que le reprochan personas que le apoyaron en 2018 y que ahora probablemente no han votado por el dirigente de 67 años nacido en el interior del Estado de São Paulo.

El pernambucano Lula, por su parte, recordó una y otra vez a sus 76 años sus dos mandatos de cuatro años en los que Brasil, ayudado por la bonanza de las exportaciones de materias primas, logró sacar de la pobreza a decenas de millones de personas. Ahora, promete que volverá a incluir a los pobres en el presupuesto del país, que protegerá la Amazonia, y extrema la prudencia cuando habla del aborto, de los derechos del colectivo LGTBI o de las preferencias religiosas de los ciudadanos.

Colas para votar hoy en un colegio electoral en el barrio de Higienopolis, en el centro de São Paulo.
Foto: Juan Miguel Muñoz, también la que encabeza esta información

Si el resultado de la segunda vuelta puede ser una incógnita, los interrogantes se plantean para el día después. Jaleado por sus leales, que reclaman en los mítines el cierre del Congreso y del Tribunal Supremo, el émulo de Donald Trump ha sembrado dudas sobre el sistema de recuento electrónico, en el que participaron los militares. Desde hace al menos un año el fantasma del golpe de Estado planea sobre Brasil. Es muy poco probable. Pero sí es más verosímil que, en caso de derrota de Bolsonaro, sus partidarios no se queden de brazos cruzados. El presidente no ha dejado de sembrar las semillas para que brote una situación poselectoral convulsa. El Tribunal Supremo es la diana de sus iras. Muchos ciudadanos auguran que algunos disturbios son inevitables.

El pasado 7 de septiembre se celebró el bicentenario de la independencia de Brasil. Bolsonaro utilizó con descaro los actos oficiales –a los que no acudieron los presidentes del Congreso, del Senado y del Tribunal Supremo— como un mitin más de su campaña electoral. Y al día siguiente, el presidente se negó a acudir a los actos oficiales del bicentenario en Brasilia. También convirtió en un mitin su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas y su vista a la Embajada de Brasil en Londres, ciudad a la que asistió para el funeral de Isabel II. Las disputas con el Tribunal Supremo han sido una constante en sus cuatro años de mandato. Nunca en los 200 años transcurridos desde la independencia proclamada por Pedro I ha resuelto Brasil de manera definitiva los límites en las competencias de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Y sigue sin resolverse con nitidez –la Constitución de 1988 deja amplio margen– el papel que pueda jugar el estamento militar en la vida política.

No pueden esperarse cambios drásticos sea quien sea el triunfador en los comicios. Seguramente, la victoria de Lula supondrá una mejoría notoria en las relaciones de Brasil con otros países, pero la coyuntura económica no permitirá a Lula embarcarse en programas sociales tan amplios como los que aplicó a comienzos de siglo. Aunque Brasil — a diferencia de otros países de América Latina, como su vecino Argentina— mantiene bastante orden en sus cuentas públicas, se impone un ajuste en los presupuestos y cierta contención en los gastos.

Sin una reforma fiscal de envergadura es una quimera transformar profundamente el Brasil de las favelas y de las periferias pobres de las ciudades, donde vive la gran mayoría de la población. “¿Sabe usted cuánto pagan [en impuestos directos] los ricos y los muy ricos en este país?”, se preguntaba a comienzos de año el ministro de Economía, Paulo Guedes, durante una entrevista en un canal de televisión. “Cero”, se respondía este ministro liberal y partidario a ultranza de las privatizaciones.

La desigualdad social siempre fue apabullante en Brasil, y los intentos serios de promover cambios profundos en favor de las clases desfavorecidas se toparon con el rechazo de las élites privilegiadas, siempre triunfantes. Las transformaciones sociales impulsadas por el presidente Getulio Vargas en los años 40 y 50 del siglo pasado; las reformas más profundas –agraria, fiscal, administrativa– que promovió João Goulart a comienzos de la década de los 60 fueron abortadas por el golpe militar de 1964. Lula, mucho más prudente, acabó en la cárcel, y Dilma Rousseff, defenestrada en el Congreso por unas presuntas irregularidades contables que la pasada semana han sido oficialmente archivadas.

“No tenemos nada que celebrar. ¿Son 200 años de qué? ¿De injusticia, de hambre, de racismo, de opresión? Estamos repitiendo los mismos errores y sólo hay pequeñas medidas paliativas, no cambios estructurales… En varios aspectos estamos en el siglo XIX. El racismo es un ejemplo”, opinaba recientemente en el diario Folha de São Paulo el cineasta Luiz Fernando Carvalho.

Juan Miguel Muñoz es periodista y vive en Brasil

 

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